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Cinco horas de infierno, diez minutos de gloria

No recordamos los días, recordamos los momentos.- Cesare Pavese

Me invitaron a ir a pescar.

Todo dentro de la normalidad si estás de vacaciones en Mazatlán.


Para los que no lo conocen, es un puerto en el Pacífico cuando ya se confunde con del Mar de Cortés. No era mi primera vez y guardaba recuerdos agridulces, aunque en general buena experiencia.


Íbamos a por pesca pequeña, que dicen por aquí. Eso significa, llegar a un punto anclar el barco, y pescar desde cubierta.

El mar no estaba con ganas de ponerlo fácil. No estaba en calma, de hecho, más que movido.


Ya saliendo del puerto, se mascaba la tragedia: mar picada, calor bochornoso, pesca estática desde cubierta intentando mantener el equilibrio. Muy difícil para marineros de asfalto como nosotros.


De los cinco que íbamos, dos no aguantaron. Ni las pastillas contra el mareo les salvaron de “alimentar a los peces”. Y ahí, viendo el panorama, el capitán decidió cambiar de plan. Guardamos las cañas y nos pusimos en marcha hacia pesca más grande.


Cincuenta minutos después todo era distinto: risas, adrenalina, "bonitas" cayendo unoa tras otra.


Y para cerrar, la lelgada a puerto con una sonrisa en la cara. Fotos espectaculares, vítores en el muelle, caras de orgullo y la promesa de un banquete.


Cinco horas en total.

Más de cuatro en incomodidad y calor.

Cincuenta minutos de pesca abundante.

Diez minutos de gloria.


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Cuando lo pienso, me asombra cómo nuestra memoria selecciona y edita lo que vivimos.


Si fuera una evaluación objetiva, el recuerdo de ese día sería incómodo: calor sofocante, olor desagradable, mar movido y gente mareada.


Pero no.


Lo que se impone en mi mente es el momento de la primera captura grande, las risas que sustituyeron a las caras largas y el orgullo al llegar al muelle.


Daniel Kahneman llama a esto la regla del pico y el final (Peak-End Rule): lo que más influye en cómo recordamos algo no es su duración ni la media de sensaciones, sino el momento más intenso y el cierre.


Y aquí es donde, como empresarios, tenemos mucho que aprender. Porque en nuestros negocios, igual que en ese barco, no hace falta que todo sea perfecto de principio a fin.


Lo que necesitamos es:


  • Un inicio prometedor, que despierte expectativas positivas.

  • Un momento wow, que rompa la rutina y marque un antes y un después en la experiencia.

  • Un cierre memorable, que eleve la percepción global y deje al cliente con ganas de volver.


Ahora, lo más interesante es que el momento wow no necesita ser espectacular ni costoso. En mi pesca, no fue que el capitán sacara una ballena, fue simplemente cambiar de técnica, movernos de sitio y buscar otra especie.


Fue un gesto táctico, no un derroche de medios.


En un negocio como el tuyo, ese momento wow puede ser tan pequeño como:


  • Llamar a un cliente por su nombre y recordar un detalle personal que te contó meses atrás.

  • Enviar una nota escrita a mano agradeciendo una compra o una visita.

  • Sorprender con un beneficio adicional que no estaba anunciado.

  • Cambiar el orden del servicio para que el momento más emocionante ocurra justo cuando la energía decae.


Lo mismo ocurre con el cierre.


No necesitas fuegos artificiales para despedir bien a un cliente. Basta con hacerlo sentir visto, cuidado y reconocido.

Un correo de seguimiento que no sea genérico, una entrega más cuidada de lo esperado o una conversación honesta en la que le agradezcas su confianza puede dejar huella más profunda que cualquier campaña de marketing.


El gran error es pensar que la experiencia del cliente se evalúa con una hoja de Excel, sumando puntos en cada etapa.


No. Y lo repito. No.


Se evalúa con la memoria, y la memoria es caprichosa.


Si el pico y el final son fuertes, la historia completa se convierte en memorable.


El incio es muy importante también, pero suele durar un instante. No quieres a tu cliente ya reticente sin haber empezado a recibir tu producto o servicio.


Sin embargo hasta incios no tan prometedores se pueden arreglar con un buen final.


Pero esto funciona en ambas direcciones. También tiene su lado oscuro.


Si el final es malo, todo lo bueno anterior se desvanece.


Puedes haber hecho un gran trabajo durante meses, pero una última impresión descuidada lo destruye.


Y eso lo vemos a diario: contratos que no se renuevan, clientes que no repiten, no porque todo fuera mal… sino porque el cierre fue débil o decepcionante.


Mi Reflexión Final

No necesitas un océano perfecto para que el cliente quiera volver a pescar. Uno de los mareados de ese día, este fin de semana, me expresó las tremendas ganas que tiene de volver a ir. ¡Qué tal!


Puedes tener olas, calor, imprevistos y momentos incómodos y aun así dejar una experiencia excelente en su memoria.


La clave está en tres cosas:


Que arranque con fuerza y les despierte las ganas.

Que en algún punto vivan algo que no esperaban y que les emocione.

Que el cierre sea tan bueno que haga que todo lo demás valga la pena.


En el fondo, todos navegamos entre días buenos y malos, momentos fáciles y difíciles. Pero cuando aprendemos a diseñar nuestros picos y nuestros finales, dejamos de depender del azar y empezamos a construir recuerdos que empujan a la gente a volver.


Porque la verdad es esta, anótatelo, el cliente no recordará cada minuto, pero sí recordará cómo lo hiciste sentir en los mejores y en los últimos. Y eso es lo que decide si repetirá el viaje.


Nos leemos en la edición 94


🫂Un abrazo, Andrés.

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