¿Quieres cambiar, pero no quieres que nada cambie?
- Andrés Mulas
- 8 oct
- 5 Min. de lectura
“Todo el mundo piensa en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo.”— Tolstói
Déjame que te cuente algo que me pasó hace poco.
Me convocaron a una reunión y el propietario de esa empresa comenzó hablando con el entusiasmo que todo emprendedor tiene.
Ese entusiasmo que se contagia, cuando la noche anterior sueñas con todo lujo de detalles cómo ya por fin vas a hacer crecer tu negocio. Esa idea que te dio vueltas a la cabeza y que no paró hasta que el cansancio te venció y pudiste dormir unas pocas horas.
Esta era la idea en cuestión. " Vamos a abrir cuatro tiendas nuevas en menos de seis meses como la que ya tenemos".
Para ponerte en contexto. El producto funciona. El modelo de negocio también. Además, tenemos el dinero para hacerlo.
Lo lógico es replicarlo. Nada que objetar.
Y el plan ya estaba pensado y anunciado: más locales, más ventas, más impacto.
Tan emocionado estaba que ya había comenzado a buscar locales. Entusiasmo en estado puro.
Todos los asistentes nos felicitamos y llegó mi turno. Empecé a hacer algunas preguntas.
¿En la zona actual de fabricación tenemos espacio suficiente para producir para cinco tiendas?
¿Cómo vamos a repartir la producción entre cada punto de venta?
¿Harémos un centro de producción central o uno en cada tienda?
¿Habéis valorado cuántas personas vais a necesitar contratar?
¿Dónde vamos a almacenar la producción de emergencia?
Las caras cambiaron.La energía del “esto va a ser un éxito” se transformó en algo más parecido al “vaya, nadie había pensado en eso”. Como al niño que le prometes su primera bicicleta, pero le condicionas a que saque buenas notas.
Y ahí entendí que lo que parecía una decisión ya tomada, en realidad era una idea a medias. Una idea con entusiasmo, pero sin preguntas.
Cuando les dije que abrir cuatro tiendas no era simplemente encontrar cuatro locales y decorarlos igual, pasé a ser el portador de malas noticias.
No hice nada más que describir la complejidad real de lo que ellos mismos querían hacer.
Pero en el momento en que el cambio deja de sonar emocionante y empieza a sonar difícil, muchos lo viven como un ataque. Menos mal que para eso me contratan.
Ahí es cuando te das cuenta de que la transformación todavía no está asumida.
Que se quiere el resultado, pero no el proceso. Que se quiere escalar sin cambiar.
Y eso, simplemente, no existe.
Y eso que solo hice algunas preguntas de lo conocido. Ni pensar en todos los problemas emergentes que van a surgir cuando empecemos.
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He visto esto muchas veces. Cambios que sobre el papel parecen lógicos, hasta inevitables.
Modelos que tienen sentido, datos que lo respaldan, equipos que dicen estar a favor. Pero cuando el cambio empieza a tomar forma, cuando deja de ser idea y se convierte en decisiones concretas, aparecen tres tipos de reacción. Y las tres tienen que ver con el tipo de cambio al que te estás enfrentando.
Primero están los cambios evidentes. Los que sabes que van a ocurrir. Son los más fáciles de asumir. El nuevo local, el aumento de producción, los horarios que se van a modificar, los roles que hay que redefinir. Son las piezas que puedes prever, planificar y hasta gestionar.
Después están los cambios posibles. No son seguros, pero los intuyes. Sabes que puede haber resistencia interna. Que algún proveedor no dé la talla. Que tal vez tengas que invertir más de lo que habías calculado. Lo piensas, pero no lo quieres mirar de frente. Porque admitirlo te obliga a preparar un plan B. Y nadie quiere complicarse antes de tiempo.
Y por último están los cambios que no ves venir. Los que ni siquiera sospechas. Esos que solo aparecen cuando estás en marcha. Una conversación que desata un conflicto viejo. Una persona que parecía clave y se apaga. Un problema legal no solucionado. Una licencia, un permiso que no sabías que necesitabas y no tines. Resultados emergentes, buenos y malos.
Una parte de ti que pensaba que estaba todo listo, pero no. Y te lo digo por experiencia, esos son los que más pesan.
El problema es que muchas veces diseñamos estrategias como si solo existiera la primera capa.
La de lo obvio. Queremos prever todo. Controlarlo todo. Convertir el cambio en un proceso lineal. Pero no lo es. El cambio real es orgánico, impredecible, incómodo. Y cuanto más real, más difícil de encapsular.
He trabajado con equipos que lo planificaron todo al detalle, y lo que los frenó no fue un error técnico, sino una emoción mal gestionada.
Porque cuando el cambio es de verdad, toca todo. Lo que haces, cómo lo haces, con quién lo haces y quién eres mientras lo haces.
Y ahí empieza la parte más incómoda de todo esto.
Cuando decides cambiar algo en serio, una estrategia, una estructura, una forma de trabajar, no puedes esperar que el resto se quede quieto.
No puedes lanzar una transformación y pretender que la cultura no se mueva, que los roles no se resientan, que nadie tenga que aprender algo nuevo o cuestionarse lo que hace.
Pero eso es lo que muchos intentan. Quieren la nueva estrategia, pero sin cambiar sus hábitos.
Como si el cambio fuera un añadido, no una reconfiguración.
Yo mismo lo he intentado. Cambiar sin cambiar demasiado. Ir a lo nuevo desde el mismo lugar. Pero no se puede. Y cuanto más lo postergas, más duele cuando revienta.
Quiero insistir que no hay cambio interesante que no complique.
La comodidad es el enemigo silencioso de la transformación. Porque te hace pensar que el problema es el cambio, cuando el problema es tu apego a lo que ya conoces.
Y no estoy hablando de ir al caos. Estoy hablando de asumir que el cambio, si es real, va a doler un poco. Va a confrontarte. Va a exigirte. Y también va a sacar cosas que ni sabías que tenías dentro.
Por eso, cuando alguien me dice que está preparando una estrategia de transformación, mi primera pregunta no es sobre el plan, ni los KPIs, ni los plazos.
Mi primera pregunta es: ¿hasta qué punto estás dispuesto a cambiar tú?
Porque si no cambia el liderazgo, no cambia nada. Y si lo hace, será a medias.
El mayor enemigo de la transformación no es la complejidad. Es la fantasía de que puede hacerse sin consecuencias.
Cambiar una empresa siempre empieza como una conversación sobre procesos, pero acaba siendo una conversación sobre personas.
No hay Excel que aguante la incomodidad de mirarse al espejo y reconocer que tal vez la forma en que lideras, tomas decisiones o evitas conflictos es parte del problema.
Y sin embargo, ahí está el punto de inflexión. No en la estrategia, sino en la valentía de sostener el espejo sin mirar hacia otro lado.
Transformar no es “mejorar lo que hay”, sino dejar morir lo que ya no encaja. Requiere aceptar que crecer no es sumar, sino soltar. Y que la única manera de cambiar el mundo (o tu empresa) sigue siendo empezar por uno mismo.
¿Cómo vas a hacer esa transformación?
Tú decides.
Nos leemos en la edición 98
🫂Un abrazo, Andrés.
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